El árbol de la calle Barja que nunca estuvo allí
Hace unos años arreglaron la calle Barja para hacerla semipeatonal y el resultado fue bastante satisfactorio. Desde la Plaza Ramón de Cala hasta San Miguel ya no había acerado. La calzada desaparecía para unificarse en un suelo de pisada agradable. Al principio de la calle plantaron naranjos y al llegar a la iglesia había unos pequeños focos en el suelo que le daban un toque moderno. La primera pregunta que me asedió fue: ¿Quién los destrozará antes? ¿Peatones o vehículos?
Alguna luz sigue ahí, aunque todas ya con los cristales protectores dañados… Los árboles, en cambio, permanecen todos. Excepto uno, el protagonista de esta historia. Jamás pensé que lo echaría de menos.
Los arbolitos los plantaron los jardineros con mucho mimo. Observé también los finos que eran sus troncos, lo poco frondosos que eran… Sus hojas gritaban: nos haremos fuertes aquí. Y así fue. Sus hermanos han dado flores y naranjas, han perfumado la calle Barja en primavera, alguna persona mayor se agarra a su tronco (ahora más fuerte) y dan una sombra refrescante en momentos en los que el sol pega fuerte. Podríamos decir que se han adaptado a la ciudad, al centro, son parte de un barrio donde nos encanta la naturaleza.
Todos menos uno… Uno estorbaba. Estaba en un sitio estratégico. Este naranjo se situaba justo al llegar a la esquina de la calle Pollo. No duró ni un año, ni un mes, tal vez una semana.
Antes de arreglar la calle esa esquina era perfecta para aparcar. En realidad es dejar el coche de manera ilícita porque está prohibido dejarlo ahí. Siendo justos, aparcar en mi barrio es ardua tarea y estacionar el auto “un momentito” no hacía daño a nadie. O eso dicen. Pero con un coche ahí, los peatones no podemos pasar. Una persona de movilidad reducida o un coche de bebés se ve obligado a tomar el centro de la calle por culpa de una persona que no ha querido buscar un aparcamiento. Y llegó el naranjo. No era un simple arbolito. Llegó y desde el silencio murmuraba cómplice: “ya aquí no aparcarán más”. Pero el ser humano no es cómplice de la naturaleza, solo mira por sí mismo. Hubo un desalmado que arrancó de raíz ese árbol.
Jamás lo replantaron. La comunidad que vivimos allí cerca creemos saber quién lo hizo, es más, cualquier persona que pase en horario laboral puede intuir a quien pertenece el coche que permanece perenne.
Pero cuando no está ese coche de color claro, hay otros. Y nadie llama a la grúa. Nadie reclama ese árbol. Sin embargo, todos sufrimos la molestia de tener que exponernos al centro de la calzada por el incivismo y la poca solidaridad de muchos conductores. Una triste historia.
Un artículo de Luis Alfonso Caravaca.
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